Inicio CON LA GENTE LA INVENCIBLE TÍA EDNA, Crónica: Por, Juan Carlos Niño Niño

LA INVENCIBLE TÍA EDNA, Crónica: Por, Juan Carlos Niño Niño

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La Tía Edna fue el Robin Hood de la familia. A todos ayudaba, sin pedir nada a cambio -de manera discreta pero efectiva- sin negar a los sobrinos un suculento almuerzo ni los 50 mil pesos de rigor, cuando estábamos en la Universidad o incluso cuando -como flamantes profesionales- nos quedábamos sin un solo peso, negándose a recibir lo que nos prestaba cuando a uno le pagaban el fin de mes, pero con el compromiso de sacar nuestra cuenta de ahorros para comprar el apartamento.

A la tía Edna nunca la alcanzó la vejez -un privilegio otorgado por la genética- Aún con más de ochenta años, nunca tuvo la lentitud y el cansancio tan propio de esa edad. Era un derroche de energía a toda hora. No se estaba quieta. Su paso era altivo, rápido, diligente, que a la vez irradiaba entusiasmo, alegría, optimismo, contando siempre buenas noticias, exaltando los milagros que a diario le hacía el Divino Niño, asegurando que los mejores tiempos estaban por venir, cuando la tía Lucy -su amada hermana- ganara una demanda contra el extinto Instituto de Seguro Social (ISS), y que recientemente habían radicado en la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH).

La Tía Edna era práctica. No se complicaba con nada. Le fascinaba abreviar los procedimientos, sin tantas vueltas, como cuando escuchaba la misa y nos dejaba perplejos al marcharse en la mitad, argumentando en voz baja y al oído de las incómodas hermanas -incluida mi Mamá- que lo más importante era la lectura del evangelio; o como cuando se oponía de manera rotunda a montar en el Transmilenio -mucho menos en un colectivo- anticipándose a cualquier réplica al ofrecer generosamente que ella pagaba el taxi, convirtiéndose en su medio de transporte por excelencia cuando estaba en Bogotá.

A esa tendencia de facilitar las tareas diarias, le agregaba una total generosidad con quien le prestaba un servicio, sin temblarle dar propinas de cincuenta mil pesos a los empleados de Autoboy, quienes con miles de atenciones le reservaban el pasaje con anterioridad en el cómodo aerovans, en sus innumerables y felices viajes -durante toda la vida- de Sogamoso a Bogotá o viceversa, a las muchachas del banco que cada mes le pagaban personalmente su modesta pensión en Sogamoso (Boyacá), o a las empleadas de la Panadería y Bizcochería El Cometa, la Pastelería San Fermín y el restaurante español Navarra en la Plaza de Lourdes de la Capital del País, negándose siempre a renunciar a los suculentos platos grasosos y a los placeres del dulce -incluida su amada Coca Cola- ignorando las recomendaciones de su sobrina y nutricionista Mariana Domínguez, con la convicción de disfrutar cada momento de la vida, sin ataduras ni reglas, considerando un verdadero “pecado” privarse de semejantes y suculentos placeres.

A mediados de los ochenta, la tia Edna le apostó fuerte al amor, cuando contrajo matrimonio con un hombre 30 años menor que ella, sin importarle el cruel cuestionamiento de la sociedad -incluido el conservadurismo de nuestra familia- alcanzando su preciado sueño de ir al altar, que se había truncado en su adolescencia con el primer novio, cuando en una fatídica carta le contaba que se había casado con otra mujer; y que ahora el destino prometía enmendar con ese joven de ojos castaños y sonrisa generosa, que a estas alturas de la vida no me atrevo a juzgar -cuando a la vuelta de unos años se marchó para siempre- entre otras cosas porque nunca lo consideré como el prototipo del vividor despiadado, sino más bien como un hombre que aun con sus errores, tuvo también inmensos gestos de tolerancia y nobleza con la Tía Edna y el resto de la familia.

Esa incansable búsqueda de su realización sentimental, solo era una de las tantas expresiones de su gran personalidad, que lograba lo que se proponía, que superaba todos los obstáculos, como cuando estudió día y noche, sin tregua alguna, para subir en el escalafón docente -era bachiller normalista- con la misma devoción que vivía pendiente de su hermano menor -el Arquitecto Luis Augusto Niño- a quien llamó todos los días de su vida para cerciorarse que estuviese bien, o la enorme conexión que siempre tuvo con su querido sobrino José Luis Domínguez, a quien en su juventud le daba para sus rumbas en Fuchinas y El Gran Chaparral, como también las costosas boletas para ver las corridas con Pepe Cáceres en la Plaza de Toros La Pradera en Sogamoso, y en su madurez convertirse con sus consejos en el ángel protector de su hogar, al lado de su esposa Claudia Marcela y sus hijos Luis Andrés y Valentina.

Una mañana, la Tía Edna no despertó con el ímpetu de toda la vida, no quiso por primera vez levantarse y la tía Lucy -con quien convivió toda la vida- notó con angustia que tenía la piel y los ojos amarillos, rompiendo en llanto al suplicarle que esta vez si debían acudir al hospital -siempre evadió a los médicos- lo que finalmente se logró al ser atendida en urgencias de la Clínica Marly, iniciando un riguroso chequeo en el Hospital Universitario Nacional y el Instituto Nacional de Cancerología, para conocer -con profundo dolor de la familia- que la invencible Tía padecía de cáncer de páncreas, y que le quedaba entre tres y ocho meses de vida.

Un acuerdo entre la familia determinó no contarle nada a la Tía Edna, pero la parcial franqueza de un oncólogo, la tristeza en el ambiente y la agudización de los dolores -en la fase terminal de la enfermedad- sin duda le hicieron caer en cuenta sobre la fatalidad de su destino, pero una vez más sacó su excepcional grandeza y decidió seguir su vida con la misma energía, ignorando totalmente a la tragedia, convenciendo a todos -pero ante todo así misma- que su mal no pasaba de ser una molestia pasajera, porque los médicos estaban logrando “divinamente” drenar su bilis, y que en un par de días estaría de vuelta en Sogamoso para reclamar su pensión y pagar los recibos de su entrañable apartamento en el tradicional barrio Santa Helena.

A principios de marzo, la Tía Edna tuvo la fuerzas para regresar a Sogamoso, se reencontró con sus amigas del magisterio y radicó los papeles para hipotecar su apartamento, con la ilusión de tener los recursos suficientes para un tratamiento de un reconocido oncólogo en la Fundación Santafé, pero infortunadamente los dolores -sumado a la ineficiencia de Medimas y Servisalud para que la atendieran de manera inmediata en Sogamoso- obligó a que sus dos hermanas con suma dificultad la acompañaran en un taxi a Bogotá, en donde fue atendida casi de inmediato en el conocido Hospital San José.

A la vuelta de unos días, la Tía Edna regresó a su pequeño apartamento en Chapinero -una vez le dieron en otro centro de salud cuatro gotas de morfina para acabar con los dolores- a lo que seguidamente le pidió a su hermana y a una sobrina política que fueran a almorzar, mientras ella aprovechaba para recostarse un rato, con tanto infortunio que al regresar la encontraron sentada en la cama, viendo a la ventana -con una mirada perdida y una leve sonrisa- quien al sentir la presencia de la tía Lucy, trató de contarle con palabras indescifrables que alguien la estaba llamando -seguramente el abuelo Tito- lo que angustió aún más a la Tía Lucy, quien estalló en llanto y le preguntó por qué estaba hablando así, a lo que la Tía Edna la reprendió con la ternura de un gesto, que no era más que instarla a que siguiera con su vida, con los innumerables legados que le dejó a lo largo de la vida, lo que sin duda nos hace concluir que efectivamente la esperó para darle su última recomendación antes de morir.

En paz descanse, invencible Tía Edna.

Coletilla: En diciembre antepasado, llevé a mi Mamá y a las tías a una de las novenas de navidad del Edificio Nuevo del Congreso, en donde aproveché para llevarlas al largo ventanal del tercer piso, desde donde se ve la fachada interior de la neoclásica Casa de Nariño, con gigantescas fuentes de agua y luces multicolores de navidad.

En ese momento -cuando la Tía Edna se tomó de la baranda y observó el primer Observatorio Astronómico en América- me dio por preguntarle si era la primera vez que visitaba el Edificio Nuevo del Congreso, a lo que me respondió que “no” con sus ojos nobles pero vivaces, explicando que lo había visitado varias veces cuando María Izquierdo era Congresista, lo que revelaba otra etapa intensa y fascinante de su vida: el proselitismo político, que -acá entre nos- le dio una merecida manito en su carrera como educadora. Amén.