Por Lola Portela

En su obra fundamental Economía y Sociedad, el sociólogo alemán Max Weber estableció con claridad la distinción entre dos conceptos que, a menudo, se entrelazan en la práctica política: el poder (Macht) y la autoridad (Herrschaft). Según Weber, el poder es “la posibilidad de imponer la propia voluntad en una relación social, aun frente a la resistencia”. En cambio, la autoridad —o dominio legítimo— es “la probabilidad de que un mandato específico sea obedecido por personas determinadas”.
Esta diferencia, aparentemente sutil, resulta decisiva: mientras el primero se impone, el segundo se inspira.
En Colombia, el fenómeno de la autoridad que trasciende el mandato es escaso. El poder —cedido mediante votos, decretos o alianzas— se agota cuando termina el cargo.
La autoridad, en cambio, arraiga en la conciencia colectiva y permanece más allá del tiempo institucional. Y no sólo ocurre en el tema político.
Existen regiones como Antioquia, Santander e incluso Tolima donde se manda obedeciendo, con el ejemplo, más que de obligar imponiendo. Conviví y conozco líderes, matronas, nonas o nonos que ejemplifican esta distinción. En tiempos de mi vieja Lola, se decía que había quienes, sin ocupar cargos públicos, ejercían influencia real porque su voz era reconocida y respetada: no por la fuerza de un sillón, sino por la legitimidad de su palabra. Además, de la fuerza que da el conocimientos, unido a la experiencia.
En este contexto, podemos ubicar la figura de Álvaro Uribe Vélez, pues representa un caso paradigmático. Ya sin cargo formal, sin decreto que firmar, sin presupuesto que controlar, históricamente ha logrado conservar su peso político que va más allá del mero poder institucional. Millones de colombianos —incluso quienes discrepan de él— siguen reconociendo en su voz una autoridad que viene del pasado y aún es eco en el presente.
¿Cuál es la clave de esta vigencia? Primero, haber transitado la complejidad estatal, enfrentado conflictos reales. Desde el mismo día de la posesión presidencial Álvaro Uribe Vélez tomó las banderas de un país “poco viable”, para muchos. Hizo el juramento como mandatario en medio de ataques directos a él, ese 7 de agosto del 2002. Sus enemigos lanzaron proyectiles contra su existencia y la Casa de Nariño. Y así comenzó su mandato; uno de los artefactos cayó en el antiguo barrio “el Cartucho”, en el centro de Bogotá.
Uribe asumió todos los riesgos, con su propia vida, durante dos periodos. Y también lo diferencia el hecho de enfrentar, como un actor relevante, los duros debates públicos de ése momento, que irónicamente son los mismos de ahora: reforma pensional, seguridad, alianzas electorales, economía.Y en cada área dejó huella. Si se analiza el actual gobierno de Petro, es como si se hubiera empeñado en borrar lo construido por Uribe; no sólo en la seguridad del país
Lo interesante, del ahora, es que Álvaro Uribe no impone su voluntad desde una silla presidencia, sino que sugiere, orienta, suscita adhesiones. Su influencia —aunque ya no amparada en la estructura del Estado— sigue operando como un punto de referencia. En palabras weberianas: no domina mediante el poder, sino ejerce autoridad mediante la legitimidad.
Este fenómeno no es trivial: muchos presidentes han ejercido un poder considerable, han ocupado despachos, han tenido maquinaría institucional, pero al salir del cargo su voz se desvanece. La estructura sigue, su mandato no. Con Uribe la dinámica es distinta: aunque su aparato formal ya no esté, su huella continúa visible.
¿Cómo interpretar esto para el futuro político de Colombia? Quien aspire a contar con legitimidad en la arena nacional no podrá ignorar esa autoridad silenciosa que aún actúa como parámetro.
En palabras más claras, si una alternativa política desea ganar atracción, deberá pasar, directa o indirectamente, por el escenario en el que Álvaro Uribe sigue influyendo. Y eso lo convierte en un actor determinante para los comicios de 2026: ya no en calidad de gobernante, sino de referente.
En la era del populismo, de las candidaturas volátiles y de las promesas efímeras, esta permanencia autoridad-legitimada adquiere valor estratégico. La lección de Weber resuena: el poder puede desaparecer con el cargo; la autoridad no. Y en Colombia, la distinción importa más de lo que muchos suponen.
La historia política de Colombia ofrece pocos ejemplos de quienes hayan conquistado la autoridad duradera sin depender exclusivamente del poder institucional. Álvaro Uribe Vélez es uno de ellos. Su trayectoria ilustra que gobernar va más allá de mandar: también es inspirar, perseverar, legítimamente permanecer. En tiempos tan convulsos como los nuestros, ese tipo de autoridad puede marcar el rumbo, como lo marcan en muchas familias los padres o abuelos que nos enseñaron a ser y dar ejemplo para construir descendencias sanas.
Por eso, Álvaro Uribe es el eco que aún mueve a Colombia y, al analizar el contexto nacional, quien más impregnada está de ése legado, hoy sacude agenda de medios, domina orgánicamente (sin pagar) en las redes sociales y genera opinión cada vez que habla, denuncia o debate es la generala Cabal. Tal vez, moleste su estilo de aclarar mentiras porque sus palabras son “sin anestesia y con dolor”. A Cabal, como a Uribe, no le cabe el engaño o la traición. Son seres que, no sólo profesan, viven los principios, pero de manera diferente dicen lo que piensan.
María Fernanda Cabal, es una generala con sello propio, y es del legado de Uribe. Por muchos motivos es considerada la presidente que Colombia necesita y merece. Sin desconocer maquinarias que se moverán para dejar a un lado a la oposición.


































